lunes, 1 de junio de 2015
El Giro de Alberto Contador: el campeón del espectáculo
La conquista se valora mejor por comparación. Alberto Contador, de 32 años, se proclamó en Milán vencedor de su séptima gran ronda por etapas (dos Tours, dos Giros y tres Vueltas), el mismo número de grandes que ganó el venerado Miguel Indurain, aunque con diferente reparto (cinco Tours y dos Giros). La enumeración de títulos no es un dato indiscutible. El propio Contador lo discute cuando levanta los brazos y muestra en cada mano tres dedos (así cruzó la última meta), triplete que no reconoce el cuadro de honor oficial. Alberto reclama para sí el Giro 2011, del que fue desposeído junto al Tour 2010 como parte de la sanción por dopaje que le impuso en 2012 la UCI por el llamado caso solomillo: dos años borrados de su palmarés.
El siguiente cálculo es una especulación sin recorrido, pero no me resisto a ella. De conservar esos dos triunfos reasignados, Contador estaría a uno de igualar las grandes vueltas de Hinault (10) y a sólo dos de las conseguidas por Merckx (11). No hay fronteras más lejanas en el ciclismo. Insisto en la inutilidad del cálculo antes de que un tal Lance Armstrong presente alegaciones. Sólo pretendo poner en perspectiva a un ciclista al que aún vemos demasiado cerca.
Pero no es necesario perderse en suspiros, ni rebatir la legalidad. Si algo distingue a Contador de otros ciclistas contemporáneos es que él ha sido campeón antes y después. Desde que cumplió su sanción, ha ganado dos Vueltas y un Giro, demostración incuestionable de su talento puro, sin aditivos. Existe, no obstante, una diferencia con respecto a sus primeros triunfos. Desde que volvió, Alberto ha aprendido a ganar sin ser el más fuerte. Por causa de los años o de la vida (elijan la explicación que prefieran), el ciclista que disfrutamos desde 2012 es más vulnerable y más valiente. En esa combinación se establece su grandeza actual, mayor de la que tuvo nunca y mayor de la que tiene nadie. Con Alberto Contador el ciclismo de nuestros días ha dejado de ser una prueba de resistencia para convertirse en una prueba de valor; del ciclismo de calculadora hemos pasado al ciclismo de corazón.
Eternidad. El hecho no es casual. Un día que se nos pasó por alto, Contador se puso como misión la posteridad. A partir de entonces, es como si quisiera tener una curva propia en cada gran montaña, como si quisiera ser protagonista de las batallitas que cuentan los viejos a los nuevos aficionados. Basta con repasar sus declaraciones para advertir su obsesión por firmar hazañas que se graben en la memoria. Como su remontada en el Mortirolo o como su ataque en el Monte Ologno, a 40 de meta, vestido de rosa y deliciosamente imprudente. Me ciño al Giro que acaba de terminar, pero igual podría citar aquel ataque de Fuente Dé en la Vuelta 2012, una de esas proezas que no precisa de hemeroteca.
El Contador de hoy no es un príncipe con alas, sino un ciclista que se cae (incluso con reiteración), tan expuesto a las desgracias como otro cualquiera, pero espectacular como ninguno. Y con un asombroso sentido de la responsabilidad. Poco después de sobrevivir a la etapa de la Finestre, Alberto afirmó que ya pensaba en el Tour (4-26 de julio).
Es curioso. Hasta su carácter ha adquirido la aspereza de caimanes y caníbales. Mikel Landa puede dar fe; el delfín casi fue devorado por el tiburón. Todo se le perdona a quien viaja camino del Olimpo repartiendo postales de ciclismo en blanco y negro. Poco más se le puede pedir. Sólo una cosa: que no se retire en 2016.
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