lunes, 28 de febrero de 2011

Contrabando del hambre


Millares de personas ejecutadas, cientos de esperanzas enterradas en las prisiones, migrantes exiliados de su tierra... La Guerra Civil dibujó un panorama aterrador. Y después del horror: el hambre y la miseria. En 1940, la renta nacional había descendido al nivel de la década de los años 20 y para agravar aún más la situación, el bloqueo internacional del país y la utopía de un sistema económico como la autarquía.

La población famélica de ilusiones y de alimentos abrazó el comercio ilegal, conjugando todo tipo de triquiñuelas para sobrevivir un día más. El mañana era la siguiente batalla. Cualquier contienda bélica es terrible, pero más aún cuando se lucha contra la desesperación y la impotencia.

La prohibición de almacenar y moler trigo en casa y el control estatal de los molineros harineros propiciaron que muchos agricultores serranos construyeran pequeños habitáculos ocultos a la mirada de la autoridad, donde guardar pequeñas cantidades de grano que molían en la noche al objeto de conseguir la harina necesaria para amasar unos panecillos. El hambre desembocaba incluso en situaciones que hoy en día se sitúan en el plano de la incredulidad: algunas personas llegaban a comer hierbas o a robarle la comida a las bestias.

La carestía y escasez de los productos más básicos y el yugo sobre la producción del gobierno autoimpuesto condujo irremediablemente al contrabando de artículos portugueses.

Cruzar la ‘raya’. La década de los 40 y 50 se convertiría en una auténtica maldición. Poco a poco los vecinos de los pueblos fronterizos comenzaron a traspasar la ‘raya’ con el fin de llegar a Portugal y conformar uno de los eslabones del sistema de estraperlo. Esa era la única salvación.
Harina, azúcar, café, pan portugués, tabaco, huevos, telas... artículos que eran susceptibles de surcar la frontera lusa para ser comercializado en suelo español. Las líneas del contrabando abrían arterias por la Sierra de Huelva. Habitantes de Cortegana, Encinasola, Aroche, Rosal de la Frontera o Paymogo partían con el sacrificio del contrabandista hacia Sobral, Valdelargo, Beja, Ficalho, Santa Aleixo y hacia las conocidas cantinas, pequeños cortijos lusos donde había de todo para comprar. Era el denominado contrabando del hambre.

“Pan con sangre”. Así han definido los contrabandistas su profesión. Sangre derramada en los caminos con sus pies descalzos pero protegidos por su osadía. Sangre de los compañeros caídos por los tiros de la Guardia Civil. Sangre en los ojos encendidos cuando un “chivatazo” les privaba de su subsistencia. Esclavos, en definitiva, del comercio ilegal.

Patrones y mochileros. Gran parte de la población estaba al corriente de esta industria sumergida. En Encinasola, por ejemplo, alrededor de 300 personas se dedicaban al contrabando, bien siendo patrones o mochileros. Los primeros, más pudientes, financiaban los viajes y los segundos trabajaban a porte, ganando por una mochila de 30 kilos de café entre 200 y 300 pesetas, más de lo que podían cobrar en un mes si su profesión era bracero o peón.

En general, solían ir en cuadrillas de 4 o 5 individuos, yendo uno de guía, delante del grupo, separado del resto unos 50 metros. Él era el que menos carga llevaba y si lo cogían o notaba algo raro, avisaba a los demás con gritos o silbidos. Sin embargo, guardinhas y guardia civiles pronto aprendieron la lección y dejaban pasar a éste a fin de coger al grupo.

Los contrabandistas usaban alpargatas de tela y esparto que se rompían con suma facilidad, por lo que siempre portaban un recambio en sus mochilas. Con el tiempo, el calzado mejoró, siendo más consistente al terreno de los cerros y completamente diferente al de los guardinhas, que empleaban unas botas de cuero mal engrasadas que ponían en sobreaviso a los españoles.

Autoridades y penas de cárcel. Carabineros y guardias civiles perseguían a los contrabandistas en España, mientras que los guardinhas hacían lo propio en Portugal. Ambos cuerpos militares disparaban a matar. Aquellos que eran sorprendidos con dos kilos de café eran trasladados directamente a la cárcel provincial de Huelva. Si la cantidad alcanzaba los 20 kilos significaba más de 2 años de prisión y si les encontraban dinero encima, la situación se agravaba considerablemente por delito en contrabando de divisas. Además, no llevar papeles, es decir salvoconducto que autorizara el paso fronterizo, significaba 15 días en la cárcel de Huelva. Estas penas eran efectivas si el infractor no pagaba ante Hacienda la multa correspondiente.

Los guardias civiles, además, tenían una especie de estímulo económico, ya que Hacienda les hacía un regalo por cada 100 kilos de café requisados; obsequio que consistía en un premio en metálico.

El ingenio del contrabandista. Éstos ingeniaban estrategias para burlar a la autoridad. Al cruzar la frontera lo hacían de espaldas o con las alpargatas puestas al revés para que los pasos no les delataran. También usaban ese mismo procedimiento con los burros y mulos, ya que les cambiaban las herraduras para que pareciera que se dirigían en dirección contraria. También comenzaron a llevar sobrecargas, consistentes en unas mochilas más pequeñas, con poca carga, sobre las auténticas mochilas en las que transportaban unos 30 kilos, al objeto de, en caso de encontrarse acorralados, arrojar la mencionada sobrecarga, perder la menor cantidad de mercancía y despistar a sus perseguidores.

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