domingo, 16 de agosto de 2009

Infancia rota en la selva peruana





Hace dos años escuché a un psicólogo español referirse a los niños que habían sufrido abuso sexual como "muñecos rotos". Así se siente un pequeño cuando, tras ser lastimado, revela el abuso y es ignorado. Como un juguete al que nadie mira porque quedó olvidado, sucio y desmadejado, en cualquier cajón. Algunas veces el 'muñeco roto' consigue ser reparado. Otras, permanece estropeado para siempre.
Vista del bulevar de la ciudad de Iquitos.



En Perú, abundan este tipo de muñequitos desgarrados. La cantidad de abusos sexuales infantiles se sale de madre. Y el triunfo del turismo sexual ha convertido la región amazónica en la más descarada. Hablar de estadísticas en estos casos siempre me ha parecido una soberana tontería porque muchas de las víctimas no denuncian por miedo o vergüenza. Incluso, hay familiares sabedores que silencian a los niños por las mismas razones. Pero para dar una referencia al lector, uno de cada diez niños ha declarado haber sufrido algún tipo de abuso sexual, cifra que en Iquitos, capital de Loreto, asciende a cuatro de cada diez. Imposible calcular aquellos que no lo contaron.

La mayoría de las veces el enemigo vive en casa o está bastante cerca de ella. Suele ser un tío, un primo, un hermano, su padre o algún vecino. Denunciarlo, en el caso de las chicas, suele traer consigo un rechazo social muy fuerte. La creencia popular es que "la culpa es de la niña por provocadora". Con esta mentalidad machista, si un chico se atreve a dar el paso de acudir a las autoridades también queda marcado –no hace falta que explique cómo- de por vida.

El tema en la selva sigue siendo tabú o esto quizás sólo es una excusa y la realidad es que a la mayoría de la gente le importa un pito. Aunque son pocos los que se estremecen ante el sufrimiento infantil, en Iquitos -las cifras de abusos en los barrios pobres se disparan hasta convertirlo en algo habitual- no se rinden en su trabajo contra esta lacra social. La asociación La Restinga, por ejemplo, lleva tiempo enseñando a los menores a delatar, afrontar y superar este tipo de maltratos.

Los delitos ocurridos en el ámbito familiar son más difíciles de detectar que aquellos que se dan en la calle. El año pasado, en Perú se descubrieron más de 10.500 casos de explotación sexual infantil en las ciudades más turísticas del país. El propio Gobierno está seguro de que la realidad duplica este número. Hace un mes en Pucallpa, ciudad selvática, un señor ofrecía a una niña de 11 años por menos de cinco euros y a un niño de unos 10 por menos de siete. El chico tenía un precio más caro, según su alquilador, porque era "prácticamente virgen".

Desafortunadamente, el problema no acaba con una denuncia. Buscar y conseguir la reparación total en estos casos es fundamental. En cualquier parte del mundo, está demostrado que el abuso sexual conduce al menor a un estado de ansiedad y depresión. Su autoestima queda muy resentida y siente miedo, vergüenza, pero especialmente culpa. Si el abuso es continuado y la ayuda escasa, el menor contempla las drogas o el suicidio como vías de escape totalmente legítimas.
Aviso en una pared de Iquitos. | W. Fernandez)

Aviso en una pared de Iquitos. | W. Fernandez)

En la vida adulta, las víctimas maltratadas durante años tienden a convertirse en agresoras o son excesivamente promiscuas. Asimilan que fueron queridas sólo por su cuerpo y creen que para conseguir amor o cariño de los demás, el sexo es la única vía. Muchas terminan prostituyéndose. Y en este punto, aquellos que estigmatizaron como provocadora a la niña que se atrevió a denunciar aplauden como idiotas creyendo que su idea equivocada queda confirmada.

La ciudad de Iquitos, tan turística y colorida por el día, me pareció oscura y sucia cada noche. Hay niñas que –ante la indiferencia de la policía iquiteña- se pasean por el bulevar adiestradas para sonreír con lascivia a los turistas y arrastrarles a un rato de sexo por dinero. Muchos de los asaltados sienten desconcierto, pena e impotencia. Pero otros, como demuestra la tristeza que ha dejado sin brillo los ojos de estas muñecas destrozadas, son degenerados que buscan revolcarse con niños en aquellos países donde los pederastas parecen moverse a sus anchas.

Lo más irónico es que la escena ocurre cerca de una advertencia dibujada en una pared que reza: No al turismo sexual infantil. Como la prueba de una hipocresía que raya en lo absurdo. O simplemente como la muestra del esfuerzo inútil realizado por algún iluminado que vio lo difícil que resulta moverse por la casa cuando permites que se vayan acumulando muchos trastos estropeados.DIARIO EL MUNDO

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