miércoles, 16 de septiembre de 2009


Por ANDRÉS MARTÍNEZ CASARES (SOITU.ES)
Actualizado 16-09-2009 16:54 CET

SAN SALVADOR (EL SALVADOR).- Mientras conversa, su mirada escapa hacia la ventana de la calle cada vez que alguien pasa por delante. Todos son sospechosos. El miedo y la preocupación no la dejan vivir tranquila. La casa permanece en penumbra por seguridad; la puerta se abre sólo cuando es necesario y rápidamente se cierra de nuevo. Little One ha estado media vida en una mara, 'grupo' en el argot salvadoreño, pero también el nombre que reciben en Centroamérica las pandillas juveniles.
A.M

Hay decisiones que no tienen vuelta atrás.

Ella entró a los 11 años en la '18', la agrupación principal, la más grande junto a la 'Mara Salvatrucha', su rival. Pasó a formar parte de un ambiente que cuentan que es herencia directa de los años de la guerra civil salvadoreña (1980-1992), cuando algunos de los refugiados en EEUU se organizaban en las calles de Los Ángeles en pandillas que aglutinaban adolescentes desubicados que ni siquiera hablaban el idioma, y cuya vida se desarrollaba en los guetos. Concluido el conflicto armado, muchos de estos chicos fueron deportados a su país de origen y apartados a los barrios más humildes, donde surgió este fenómeno.

Pero Little One, apodo con el que la rebautizaron durante su ceremonia de ingreso en la '18', a sus 22 años ya no quiere saber nada de este mundo, de estas historias. Alejada del barrio de Las Campaneras, en Soyapango, un municipio de San Salvador donde vivía hasta hace un año y epicentro de la violencia de las pandillas, se esconde en una casa en la que comparte cama con sus dos pequeños. "Ahora lo que quiero es estar con mis hijos, quiero verlos hacerse grandes", relata con la tristeza de una persona que se agarra como a un clavo ardiendo a cualquiera que le ofrece un abrazo. Un hornillo de dos fogones y un frigorífico componen la pequeña cocina; en el diminuto salón, una televisión y una cadena musical, que interpreta los últimos éxitos latinos mientras ella, sentada en un sillón, desmenuza los pedazos de su vida.

Explica que cuando apenas contaba con una decena de años a sus espaldas ya estaba harta de dormir en las calles de la capital salvadoreña, su único recurso cuando uno de sus hermanos, drogadicto, la echaba a media noche. De ninguna ayuda servía vivir con un padre que estaba siempre "bolo" (borracho), como ella dice, y una madre a la que aún no conoce, que se fue de "mojada" (inmigrante ilegal) a EEUU. Fue esta situación de abandono familiar la que asegura que la empujó a enrolarse en la '18'.

"Me hice pandillera porque no tuve a mi papá cerca. Siempre lo veía tomando (bebiendo), nunca me puso atención"

Con una amiga comenzó a frecuentar Las Campaneras, donde también rodó 'La vida loca' el fotoperiodista Christian Poveda, un documental con el que pretendía provocar la apertura de un debate sobre la violencia juvenil en El Salvador y que pudo ser la causa de su asesinato hace unos días. Allí conoció a los pandilleros; se sentía una más, y tampoco tenía nada por lo que volver a casa. Se quedó con ellos; le dieron un nuevo nombre y la ‘zapatearon’ (práctica consistente en patear al nuevo integrante de la banda durante 18 segundos) como es tradición el día que empezó oficialmente a formar parte del grupo.
Las pandillas, una salida más

Pero ella no es un caso aislado. Muchos niños de las zonas controladas por las maras ven a los pandilleros como un referente. Creen que mejor que aspirar a trabajar por cinco dólares diarios en un país en el que se producen más de diez homicidios cada día son estos grupos, que además les dan protección, alimento y cobijo. Si a esto se le suman problemas en casa o ansias de venganza, los adolescentes se convierten en carne de cañón para las bandas. La propia Little One reconoce que entran en ese círculo "porque no tenemos la presencia de la familia. En mi caso, me hice pandillera porque no tuve a mi papá cerca. Siempre lo veía tomando (bebiendo), nunca me puso atención".

Algunos defienden que no es un fenómeno de crimen organizado porque los delitos que cometen son a pequeña escala. No hay narcotráfico, pero sí narcomenudeo. También extorsiones. Pero para sobrevivir, justifican. No hay mareros millonarios. Los chavales esperan ansiosos cumplir los 11 o 12 , porque saben que es entonces cuando pueden entrar en el clan. Total, las armas blancas, las pistolas o la droga son algo que no les resulta nuevo, lo ven en las calles a diario. Según la ‘Encuesta Nacional de Juventud, 2008’ de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, el 42, 9% de la juventud identifica la violencia como uno de los principales problemas del país. Las maras son algo tan conocido y habitual que es muy fácil caer si respondes al perfil ‘hombre que reside en una metrópoli, joven y desempleado’.

Y una vez dentro, el regreso a lo de antes es imposible. Justamente eso le sucedió a Little One. Tras dos años de vida aislada con los '18' quiso volver a casa. Hacía tiempo que le llegaban rumores a los que no quería escuchar, y que resultaron ser ciertos: durante la ausencia, su padre había muerto. Un golpe muy duro, demasiados recuerdos en la vieja casa que la empujaron a volver con la pandilla.

Lo sorprendente es que Little One tiene palabras amables sobre la mara. Cuenta que se pasaba el día "fregando" (haciendo travesuras), jugando al béisbol, bromeando, riendo, vagueando, escuchando música, bailando. "Notaba en ellos el apoyo que necesitaba", sentencia implacable. A pesar de tanto halago es consciente de que hay una parte oscura en el grupo: la violencia, las armas, los muertos, las extorsiones, la droga. Palabras que hacen que los tatuados —a los miembros de estos clanes se les marca con tatuajes en zonas visibles— como ella den tanto miedo.

Su voz se quiebra cuando habla de los compañeros muertos —"la mayoría de la gente con la que me llevaba ya murió"—; cuando enumera las veces que la policía la detenía y la metía en la "bartolina" (el calabozo), una de ellas durante su primer embarazo; o cuando relata los siete meses que pasó en prisión, que la mantuvieron separada de su "terremoto", su hijo mayor, César. Fue él quien la hizo decidirse a abandonar la parte activa de la pandilla. Cuenta que cuando estaba en la cárcel, pedía "salir libre y poder reunirme con mi niño". Tenía 17 años y vivía con Bam Bam, un compañero de la '18' con quien ya llevaba tiempo. "Desde entonces no quiero que cuenten —la '18'— con mi apoyo. Les veo, me hablan, pero ya no es lo mismo...".

Little One decidió desligarse de la pandilla a la vista de la llegada de su primer hijo, pero sólo parcialmente, ya que hay una única forma de abandonar la mara: sin vida. Si se entra, es para siempre. Dos años después le anunciaron el segundo embarazo. Se había separado de Bam Bam al salir de la cárcel y ahora mantenía una relación con Chile, que fue detenido y juzgado antes de que la pequeña Daniela naciese. Él ni siquiera ha conocido aún a su hija, y todavía le quedan más de 40 años entre rejas: "Tampoco he ido a verle porque temo que fuera del penal me maten los de la Mara Salvatrucha o me lleven detenida".

Un 18 tatuado en su cara le recuerda cada vez que se mira al espejo que hace tiempo tomó una decisión sin marcha atrás

Ingresar en una mara te marca de por vida, y en el caso que nos ocupa de forma literal: un 18 tatuado en su cara le recuerda cada vez que se mira al espejo que hace tiempo tomó una decisión sin marcha atrás. El dibujo permanente surgió como reto por parte del grupo para que demostrase su fidelidad al clan, su implicación, su rechazo a los contrarios y a la 'vida civil'. Hoy se ha convertido en su castigo, en el responsable de que no pueda salir a la calle. Reconocer dónde ha estado es cuestión de echarle un vistazo a su rostro

Tampoco puede trabajar, sobrevive con la ayuda que su madre le envía mensualmente desde EEUU, que a veces no supera los 100 dólares. Se queja de la soledad, del estar "encerrrada siempre". Pero si se cruza con los adversarios, lo más probable es que la maten. Si la ve la policía, seguramente la detengan. Si se le ocurriese borrarse el tatuaje, los '18' podrían sentirse ofendidos, entenderlo como un rechazo a la mara, y eso se castiga. El peligro está a la vuelta de la esquina: "Me he salvado varias veces de la muerte. Una vez se confundieron los contrarios y por querer matarme a mí, mataron a otra chica".

Se dice que hoy los nuevos mareros no llevan tatuajes, o que al menos no se ven tanto como hace años. Cuando en 2003, el gobierno del entonces presidente Francisco Flores impuso el plan 'Mano dura', a ojos de la policía todo aquel que estuviese tatuado era sospechoso de pertenecer a la mara y podía ser detenido por asociación ilícita. Por eso, en la nueva generación de pandilleros es difícil ver a chavales tatuados. Es la única forma de no llamar la atención, de no ser reconocidos y poder campar a sus anchas sin que la Policía les pare a cada rato y sin que los rivales les identifiquen.
Christian Poveda, la única alternativa para muchos

Ciertas instituciones trabajan para darle una alternativa a estos chicos. Una figura clave fue el recientemente asesinado Christian Poveda. Su llegada a Las Campaneras supuso una pequeña esperanza para muchos en el barrio. Ayudó a montar una panadería, el primero de una serie de proyectos que tenía en mente destinados a que los pandilleros que quisieran renunciar a la parte violenta del grupo pudiesen luchar por su reinserción. Lástima que la Policía desmantelase el local y que los trabajadores fueran detenidos. Little One, que sólo tiene palabras de agradecimiento para Poveda, cuenta que "la idea de Christian era que en esa panadería aprendiéramos a hacer algo productivo".

Imágenes extraídas de 'La vida loca'

Además de acciones locales, el fotoperiodista quiso mostrar al mundo la dura realidad de San Salvador, la violencia juvenil, en su documental 'La vida loca', ya inunda las calles de la capital salvadoreña. La intención de Poveda era mostrar qué hay detrás de cada marero. Y, por supuesto, entre fotograma y fotograma puede verse a Little One, fácilmente identificable, a quien retrató como una pandillera tranquila, siempre al lado de su hijo.

"Congenié bastante con Christian", admite Little One, "me gustaba cómo hablaba, cómo era. Lo quise más que a mi propio padre". Sus ojos se aguan cuando recuerda que ya no volverá a verlo. El pequeño César, a quien Poveda llegó a donar sangre para una operación en una mano por una herida mal curada, pregunta por él. Ella hace como si lo llamara por teléfono y finge hablar con él. Luego, le explica al niño que está fuera del país.

"Él iba a ser el padrino de los niños, estábamos viendo la fecha. ‘Tómate tiempo’, me decía, ‘el tiempo no se acaba’". Muestra una foto de su hijo con Poveda. Señala a la pared. Sobre portarretratos hechos con figuras de dibujos animados en los talleres de la prisión, se exponen fotografías familiares. Las de los pequeños las hizo Christian. "Su muerte fue más dolorosa que la de alguien de la pandilla, como si hubiera perdido a un familiar", reconoce Little One. Le impresiona que pueda haber mareros de la ‘18’ implicados en su asesinato. No lo entiende. Nadie esperaba tan trágico final.

Pero son cosas del destino. Como todo lo que ocurre, según Little One. Para ella, Dios quiso que su vida fuese así. Con un rosario colgado en el cuello recuerda lo que le rogó mientras estaba en la cárcel. Todo se ha cumplido. Pierde la mirada en la pared cuando imagina el futuro, una vida mejor, y se le vuelve la mirada triste cuando piensa en la oración que haría en este momento: "que me saque de este país a otro donde pudiera estar más tranquila y con mis hijos… pero eso sé que es imposible".

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