domingo, 27 de junio de 2010

Violación y venganza


25 Junio 10 - Madrid - Ángeles López
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Cuando tenía 13 años, Verónica fue violada. Su madre mató a su agresor quemándolo con gasolina


Pepa volvía a casa a las dos de la mañana, tras una agradable noche junto a sus amigas. Un ritual de «chicas sin novio» repetido una vez al mes. Se encaminó al aparcamiento para subirse al coche y al introducir la llave en la cerradura, sintió que no estaba sola... Pero no tuvo tiempo para reaccionar. Una fuerte mano de hombre, amordazó el grito ahogado al tiempo que le inmovilizó los brazos, haciéndole una presa por la espalda. «O te callas, o te mato», le conminó.

«El corazón se me salía del pecho, me quedé bloqueada, pero, pensé que era un atraco en lugar de una agresión sexual. De hecho, con los ojos, y la poca movilidad que me permitía el mentón, le señalaba el bolso, que en el forcejeo había caído al suelo». Durante una eternidad –«o eso me pareció»– le rompió la camisa dejando sus senos al aire, le levantó la falda y la penetró. «Apenas pude verle la cara, primero por los nervios y segundo porque llevaba una gorra que me impedía distinguir sus facciones en la oscuridad. Constantemente me apartaba la cara hacia un lado para que no le mirara... Todo fue brusco, pero no diría que estaba nervioso. Diría que no era la primera vez y supongo que no habrá sido la última».

«Como te des la vuelta o me denuncies, te mato» fue su tarjeta de despedida. Pertrechada dentro de su vehículo, se enjugó las lágrimas con el peor de los lenitivos: el odio. «A partir de ese preciso instante, tejí un cordón de rabia que sólo se calmaba imaginándole el peor de los males. Elucubrar las mil formas de dolor que podría infringirle me resultaban balsámicas. Mejor que los válium que me recetaban».


«No sé quién era»
Han pasado cuatro años y Pepa reconoce sentirse diezmada, amargada, tanto por el recuerdo continuamente reproducido en su memoria como por la obsesión de venganza. «Un escarmiento que no puedo materializar porque no sé quién era. He llegado a envidiar a las mujeres que pasan por un trance parecido al mío, a manos de alguien conocido, porque así podrían focalizar su odio en alguien concreto y decidir cómo amargarle la vida». En su ánimo no está el deseo de muerte hacia su agresor, sino una suerte de Talión vejatorio, «que pudiera llegar a entender cómo me sentí». «Es lógico que ante una injusticia padecida quedemos dolidos por esa herida y tengamos la tendencia a pasar factura, porque todo dolor negado regresa por la puerta de atrás y permanece largo tiempo como experiencia traumática llegando a causar heridas perdurables... Pero, si una víctima se instala en la ira, y la consiguiente venganza, termina destrozándose emocionalmente con una obsesión que termina siendo invalidante», explica Raúl Padilla, director del Gabinete psicológico Psicantropía.

Quien sí tenía el dudoso privilegio de conocer a su violador es Verónica Rodríguez, cuando un vecino de su pueblo, Benejúzar, la violó cuando tenía 13 años. Casado y con hijos, Antonio Cosme «El Pincelito» agredió sexualmente a punta de navaja a la menor, en un descampado del municipio alicantino, cuando iba camino de la panadería. «En ningún momento, pensé en matarle –dice Vero, hoy convertida en una mujer de 25 años–, lo que siempre he sentido hacia él fue pena. Tenía tantos problemas con las mujeres, se sentía tan inferior, que tuvo que buscarse a una menor y forzarla. No niego que durante tiempo le tuve odio. Además su familia me difamó durante años diciendo que me lo había inventado...»

Vero apenas recuerda la terapia que recibió, ni cómo integró aquel hecho violento en su vida, pero lo cierto es que parece haberlo logrado. No así su madre. Los años transcurridos no han borrado ni un ápice de aquella horrible instantánea: su pequeña, entre sollozos, ensangrentada y vejada. A partir de ese momento le fue diagnosticado un «trastorno adaptativo mixto provocado con sintomatología ansioso-depresiva». Siete psicofármacos diarios y varios intentos de suicidio jalonan su vida desde hace más de diez años.
De ahí que el 13 de junio de 2005, cuando Mari Carmen oyó una voz siniestramente conocida, se desordenó su mundo recompuesto a fuerza de tratamiento. «Buenos días, señora, ¿qué tal su hija?» Era «El Pincelito» –albañil jubilado de 70 años–. Nadie les había informado de que disfrutaba de un permiso carcelario tras cumplir siete de los nueve años de condena. Su mente debió tornarse a un fundido en negro, «porque no sabe qué pasó –argumenta su hija– y no recuerda más. Cuando reaccionó estaba en Alicante, casi 12 horas después, intentando llamar a su hija en una cabina telefónica.

Horas antes, en un arrebato, Mari Carmen se había dirigido a una gasolinera, consiguió que le llenaran de combustible una botella y entró al Bar Mary, donde le espetó al violador de su hija: «¿Te acuerdas de mí?». Le roció con gasolina y le prendió fuego con una caja de cerillas. Murió unos días después a causa de las quemaduras. «Mira, nunca deseé que se muriera, pero ahora está muerto y ya está», zanja Verónica.

Cinco años y medio de pena
La Audiencia Provincial de Alicante condenó el año pasado a María del Carmen a nueve años y seis meses de prisión. Esta semana, el Supremo ha estimado parcialmente el recurso que presentó su defensa reduciendo la pena a cinco años y medio. El juicio ha dividido la opinión de los ciudadanos de Elche, entre los que apoyan su venganza y los que consideran que nadie puede tomarse la justicia por su mano.

«De forma poco ortodoxa, podríamos definirlo como ‘‘venganza por poderes’’, que sería una reminiscencia atávica de antiguas leyes basadas en el “ojo por ojo” de la Biblia o del Código de Hammurabi. Esta conducta sirve para resarcir el daño producido y calmar la ansiedad desbordada por un hecho irreversible, que se acrecienta, cuando el dolor es, como en el caso que nos ocupa, el de una madre», explica Antonio Martín, psicólogo del «Centro Belagua».
«Toda víctima siente un violento deseo de venganza y no puede evitar el sentirlo. De cuantas leyes se han descrito en la historia de la psicología, la del Talión es quizá la que está inscrita más profundamente en la naturaleza humana. Hay muy pocas personas que, tras ser violentamente agredidas, no sienta el impulso, igualmente violento, de “destrozar” a su agresor. Pero todos hemos interiorizado la negación de los instintos y pulsiones que, con el malestar consiguiente, es el fundamento de la cultura» argumenta Raúl Padilla, director del Gabinete psicológico Psicantropía.

«Los primeros años sólo pensaba en hacerle daño: violarlo, humillarle como él hizo conmigo. Me venía a la cabeza la alemana que mató de un tiro en el juicio al agresor de su hija y me reconfortaba. Razonas que no es legal y que así no se hacen las cosas, pero es entendible que tu cabeza descanse pensando eso. También alivia suponer que lo va a pagar con cárcel, y rogaría que endureciesen las penas». Aunque ésa es una tranquilidad que Julia no puede tener. Aunque su violación producida hace diez años fue denunciada, no tenía ninguna pista de quién era. «Por tanto, lo habrá vuelto a hacer, porque el que lo hace una, lo hace ciento».
Paseaba sola cerca del mar, en su caminata diaria. «Se me acercó por detrás y a punta de navaja me arrastró hasta un invernadero cercano, junto a un pozo. Cuando me tiró a la tierra, me cubrió la cara con su camiseta, por tanto nunca supe quién era o si lo conocía». Mientras la penetraba, sus miedos se focalizaron en no terminar con sus huesos en el pozo. «Hasta el punto de que cuando se fue, casi le agradecí que no me hubiera matado».

Su despedida fue letal: «Como te vuelva a ver sola, te vuelvo a violar». Pasó de las uvas de la ira a la impotencia; de ésta, a la obsesión de su inconsciente mediante sueños repetitivos. Hasta que, con el paso de los años, «comprendí que o dejaba de odiarle y de desearle lo peor o no me repondría jamás. La rabia, el odio y la venganza me sirvieron al principio para no perder pie, porque había que sentir algo cuando te has quedado vacía. Pero, con el tiempo, han ido dando paso al perdón e incluso a la lástima. Pobre hombre, ¿te das cuenta de que no sabe lo que es el sexo si no es forzando a una mujer?».

El psicólogo Antonio Martín aclara el comportamiento de Julia: «Se trata del restablecimiento del equilibrio interno de la víctima a través del perdón, es un acto de “grandeza interior”, mediante la sublimación del trauma y del sentimiento de culpa subyacente y erróneo. Es una actitud con efectos terapéuticos beneficiosos sobre el estrés postraumático».


Agresión en el matrimonio
El caso de Ana Bella es distinto, a fuerza de ser igual. «Cuando las violaciones se producen dentro del matrimonio, son más traumáticas. Piensa que si te fuerza un extraño, siempre te queda contar con tu pareja como un reducto emocional en el que apoyarte, pero ¿te imaginas cómo te sientes, si es tu propio marido el agresor?». Once años de matrimonio. «Me obligaba a hacerle felaciones. Desde el primer embarazo –y tengo cuatro hijos– me penetraba analmente, cuando estaba dormida... ¿Imaginas lo que supone despertarte de puro dolor, una y otra vez, durante tanto tiempo? Con los años y la lejanía de su agresor, ha superado sus malos tratos y sus reiteradas vejaciones en el seno del hogar, y ha creado una fundación que lleva su nombre: «Ayudamos a mujeres, que permiten que las violen un par de veces al día sus propias parejas como peaje para pasar el resto de la jornada en paz».

Claro que sintió rabia e ira, pero nunca venganza... «Porque pensaba como víctima. He estado mucho tiempo en terapia y he tornado en positivo todos los motivos que me llevaron a tolerar esa situación. ¿Por qué permitía las violaciones sistemáticas? Porque tengo capacidad de adaptación, de sacrificio, de aguantar y superarme. Pues esas mismas capacidades son las que ahora me han llevado a recomponer mi vida, a tener una nueva pareja y sentirme bien. Juro que no queda rastro de la rabia o el odio que alguna vez sentí. Aparte de que en casos como el mío, cuando tu agresor es quien más debería quererte, sólo deseas una cosa: que desaparezca, que me deje en paz, que se vaya de mi vida».



Punto de partida para una novela
El escritor Javier Reverte indaga en su último libro «Barrio Cero» –ganador del Premio Fernando Lara– «sobre ese sentimiento común entre los humanos que nos exige –y hasta nos reviste de un presumible derecho– a reclamar venganza. No en vano el primer aliento de estas páginas «nacen tras leer la noticia en el periódico del asesinato del violador de su hija y saber que se había convertido en una medio heroína de su localidad. Eso me dejó perplejo: ¿Nos gusta la venganza, quisiéramos ponerla por encima de las leyes cuando el instinto nos llama? Eso es mi novela... Salvo que he modificado la violación por el tema de la droga».

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